Por David Rull
Según el diccionario de la RAE viajar es “trasladarse de un lugar a otro”. Pero el movimiento es sólo el aspecto externo de una acción que únicamente adquiere verdadero significado cuando ponemos el acento en ese “otro”. Es decir, cuando el viaje se convierte en una herramienta para explorar otros paisajes, otros climas, otras geografías y, cómo no, otras realidades culturales, a menudo, distintas a la nuestra.
Desde lo más remoto de nuestras raíces culturales –la poesía homérica o la prosa de Heródoto– viajamos para comprender y pensamos a partir del viaje. Somos así. En Occidente el viaje es, ante todo, un lugar de reflexión, una experiencia racional. Si llevamos esa comprensión del viaje al extremo podemos decir, incluso, que se puede viajar prescindiendo del movimiento ¿Viajar sin maletas? Parece una paradoja pero en un mundo en el que la Antártida y el Sáhara están a unos pocos clicks delante de una pantalla, las distancias se han diluido de tal modo que ya no es necesario trasladarse hasta todos esos lugares para poder explorarlos y, en cierto modo, vivirlos.

Viajar es, pues, explorar y pensar otros lugares. Pero en esos lugares, además de cosas, suele haber habitantes que, por lo general, nos cuesta comprender. Son los “otros”. Entre nosotros y ellos la frontera ya no es una línea imaginaria de puntos en un mapa, sino un salto cultural que solemos percibir como un abismo, y al que nos asomamos con dificultades, prejuicios y temores. Desde la antropología y otras ciencias sociales se ha reflexionado y escrito mucho sobre cómo deben abordarse los viajes a la multiculturalidad, a la diversidad, al profundo abismo de la alteridad. Desde la teoría parece todo muy complejo y difícil, pero tras media vida viajando por África, me pregunto si no será todo mucho más simple, y si no será suficiente dejarnos guiar por nuestros sentidos, a saber:
- Observa. En Occidente el tiempo es un bien tan preciado que solemos viajar con prisa, a contrarreloj. Si además de esa prisa casi enfermiza escondemos nuestra mirada tras el objetivo de una cámara, es probable que viajemos sin ver a nadie. Para observar se requiere tiempo y atención. Suena a tópico pero tras una mirada sincera el diálogo fluye. Siempre pasa. Sólo hay que esperar.
- Escucha. Las barreras lingüísticas son, tal vez, la cara más visible de los abismos de la alteridad. Pero para entender, a menudo, es suficiente con querer escuchar, querer saber. En algunas guías de viajes encontramos pequeños léxicos con saludos y expresiones habituales. Lejos de ser algo curioso o folclórico, esas primeras palabras pueden ayudarnos a establecer los primeros puentes de comunicación. Nada se recibe con tanto agrado como que alguien se esfuerce e intente hablar en tu propia lengua.
Conversando enBir Hakuma, desierto de Bayuda, Sudan. Foto: Jim White.
- Toca. Aproximarnos físicamente a los otros es una forma de mostrar empatía a través de algo tan sencillo como la cercanía. En muchas culturas los saludos suelen ir acompañados de un gesto que nos acerca y que indica que venimos en son de paz (encajando las manos, besándonos, tocando hombro con hombro, juntando las frentes, besando, etc.). Ahora bien, el contacto físico también es algo complejo. Si nos equivocamos de código podemos provocar el efecto contrario y agrandar la distancia. Una buena forma de iniciar una conversación es sentarse al lado de alguien y dejar que sucedan. Nunca falla.
- Saborea. La globalización ha creado grandes autopistas por las que viajamos visitando algo así como áreas de servicio en las que nos ofrecen sabores idénticos y uniformes, durante todo el trayecto, allí donde sea. Da igual si estás en Berlín, en Roma o en París. No hay riesgo. Siempre encontrarás una hamburguesa con el mismo sabor, un plato de pasta con la misma salsa. Aventurarse a probar nuevos sabores puede ser una excusa para reunirnos alrededor de una mesa, compartir y conversar.
Una taza de café etíope. Foto: David Rull
- Huele. La realidad no siempre es bonita y no siempre huele bien. El viaje y la curiosidad nos pueden acercar a universos culturales donde los códigos de higiene y las costumbres no se miden con la misma vara. Los olores pueden ser un indicador de que nos estamos acercando a algo real que está más allá de nosotros, de nuestros parámetros y perfumes.
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